Por: Fernando Londoño Hoyos
Como los corifeos de la paz se obstinan en decir que las víctimas tenemos derecho a la verdad, hice uso de esa concesión para preguntar ciertas cosas sobre el atentado del que escapé milagrosamente con vida. Me perdonarán si hablando en primera persona del singular, pues que es asunto que tan directamente me concierne, haga un brevísimo esquema de aquella frustrada tentativa de matarme, y que ha motivado las iracundas reacciones de Enrique Santos Calderón y del terrorista León Valencia.
Primero. El l5 de mayo de 2.012, a las once de la mañana, en el vehículo blindado que me cubría me pusieron una bomba lapa, hasta entonces, y por fortuna hasta hoy, la única que se ha utilizado en Colombia.
Segundo. Perecieron en el atentado el sargento de la Policía Rosenber Burbano y el conductor Ricardo Rodríguez, cuyos cuerpos quedaron destrozados. Dios quiso protegerme y los médicos de la Clínica del Country, la mejor del mundo, completaron el milagro.
Tercero. En un campamento de las FARC, que comandaba Lozada, el criminal que se pavonea en La Habana, se había encontrado un detallado perfil de mi persona y la manera como debía ser asesinado a la entrada de Radio Super. El documento está en mi poder y no me lo entregaron formalmente las autoridades.
Cuarto. Tiempo después, la Policía localizó dos camiones bomba que venían con destino a Super y a RCN, con la que por entonces no tenía yo ninguna relación. El oficial de la Policía que hizo el hallazgo recibió órdenes de su jefe, el General Naranjo, para dejar pasar el atentado y para no advertir a las víctimas. De eso se encargaría Naranjo. Nunca lo hizo.
Quinto. Tanto el General Naranjo, como el Presidente Santos me visitaron en la Clínica y dijeron enseguida, los dos a una, que no tenían ninguna prueba de que las FARC anduvieran tras de la bomba. La vieja técnica de desviar la investigación.
Sexto. Ese mismo 15 de mayo, se aprobó en el Congreso el Marco para la Paz, Ley a la que me opuse hasta esa misma mañana desde LA HORA DE LA VERDAD. A varios parlamentarios, que mostraron su indignación y su reticencia para votar esa Ley, Santos les aseguró que no habían sido las FARC las que cometieron el atentado.
Séptimo. La Fiscalía hizo un buen trabajo para descubrir los autores materiales del atentado y los jueces condenaron a un tal “Bigotes” y a un guerrillero de apellido Tabares. Un hermano suyo, también terrorista de las FARC, fue dado de baja por el Ejército antes de la condena.
Octavo. La Fiscalía, por razones obvias, no ha hecho ningún esfuerzo por averiguar el origen de la orden para matarme ni la procedencia de la bomba lapa. ¿Irán o la ETA?
Noveno. Es evidente que fueron los jefes de Bigotes y Tabares los que me quisieron matar. En otras palabras, la orden salió de La Habana, donde estaban reunidos estos criminales con los delegados de Santos.
Décimo. Nunca tuve la prueba plena y directa de que para ese 15 de mayo ya estuviera montada esta tertulia, ni quiénes participaban en ella. Cualquier duda la disipó el Libro ASÍ EMPEZÓ TODO escrito y lanzado a la luz por su autor, Enrique Santos Calderón.
Undécimo. Como no tengo manera de preguntarle a los asesinos de las FARC cuál de ellos ordenó mi muerte, o si como lo creo lo hicieron en concilio, me aparece un testigo presencial de lo que ocurría aquellos días. La persona que me llevó a escribir varios años en EL TIEMPO, por lo que le estaré siempre agradecido, de altas influencias y ejecutorias en la Sociedad Interamericana de Prensa. El testigo perfecto.
Duodécimo. Santos Calderón no dijo palabra en contra de mi atentado. Tampoco la SIP. Jamás comprenderé esos silencios, salvo que Don Enrique sepa de la tentativa de mi muerte más de lo que parece, lo que supondría una forma detestable y punible de complicidad y encubrimiento.
Décimo tercero. Como no soy el único perseguido, volado y asesinado por las FARC, y como mis padecimientos han sido muchos y prolongados, me siento en el derecho y el deber de proponer el tema, que algún día un Fiscal decente no dejará perder en el olvido.
Después de este esquema elemental de los hechos, registro la reacción iracunda, casi brutal de Enrique Santos y de León Valencia ante mi escrito periodístico. De esa manera saco muy en claro que las víctimas tenemos derechos a montón, literarios y teóricos, pero nunca el de preguntar quién manda a matarnos. Cuando lo hacemos nos cae encima un nuevo atentado, un furioso atentado moral. A callar mandan, Sancho. Pues que calle Sancho. A mi no me callan con destituciones de EL TIEMPO, ni con columnas de SEMANA ni con carticas furiosas.