Venezuela: se nos arruga el corazón

Tú, Venezuela, a la que Dios le dio más que a todos los pueblos de la tierra, para que fueras grande, rica, digna y feliz, no puedes estar postrada, humillada, envilecida y empobrecida como te vemos con dolor sin consuelo.

Una pandilla siniestra, que robaba tanto como lanzaba gritos de Justicia, de Honor y de Igualdad, acabó con lo que eras y ha comprometido tu porvenir hasta los límites de lo indecible.

Esa partida de trúhanes gozó de petróleo a más de cien dólares el barril, cuando producías tres y medio millones por jornada. Te caían del cielo, o mejor, brotaban del fondo de tus entrañas trescientos cincuenta millones de dólares por día, más de cien mil millones por año. Con qué haber construido el pueblo más grande de América. Sin grandes hazañas, apenas con un poco de cordura y de decencia, hubieras podido convertirte en la gran potencia industrial, el gran emporio agrícola y ganadero, el centro cultural de toda esta América. Y por supuesto en la más bella experiencia social del mundo.

A las puertas de los Estados Unidos, capaces de comprarte cuanto les quisieras vender, con costas inmensas, llanuras fecundas, montañas generosas, nada podía faltarte. Nada.

El robo de Venezuela no tiene parangón en la Historia. Sus reservas comprobadas de petróleo son las mayores del mundo, y las tiene a dos horas de avión del más grande comprador. Aplicada con algún juicio a la tarea de aprovecharlo, hubieras cambiado, Venezuela, el ritmo de la Historia. Tus ventajas comparativas eran insuperables para producir y vender el oro negro, pero no se daba semejante riqueza infinita en un desierto, lejos de todo, como en los países árabes. Los desarrollos industriales de Singapur, Taiwán, Corea y Hong Kong, los de Japón y aún de la China, te habrían cedido el paso. Estabas llamada a ser  el centro del mundo.

¡Pero lo que puede la demagogia, ese demonio que Aristóteles y Santo Tomás, hace ya tantos siglos, describieron como la perversión de la democracia!  Al principio creímos que no era más que torpeza la que hacía posible dilapidar esa enorme fortuna, volverla añicos entre discursos prepotentes e imbéciles. En el momento cenital de tu devenir histórico, quedabas, Venezuela, en manos de un sujeto mediocre, lleno de ínfulas y enfermo de figuración, de vanidad, de apetito de poder. Si solo de eso se trataba, el remedio era simple y no tardaría en aparecer.

Pero el asunto era más grave de lo que podíamos imaginar. Porque detrás de ese aparato melodramático, había una conspiración mucho más densa y desgraciadamente mortal. El títere venía manejado por manos infinitamente ávidas y mentes por igual perversas. Fidel Castro era como el Maese Pedro de Chávez, ese mequetrefe que se creyó un cuento para darle nuevas oportunidades de subsistencia a la demoníaca perorata comunista. Y te pusieron a soportar a Cuba, Venezuela amada, y a soportar su discurso y su ambición. Así que saliste a regalar petróleo, sin entender que estabas destruyendo el presente y comprometiendo el porvenir de tu pueblo. Fuiste el instrumento de la demagogia continental, en nombre del que llamaron Socialismo del Siglo XXI, la disculpa para arruinarte, para envilecerte y para dejarte en la miseria.

En medio de ese frenesí pasional y estúpido, aparecieron los ladrones, que siempre acechan entre las miasmas de la ineptitud, las bajas pasiones, los apetitos del narcisismo. Y te robaron lo que tenías.

Y sobre todo, te robaron el futuro. Tus gigantescas reservas petroleras se quedaron enterradas, para gozo de los productores y de los aprovechadores del mercado. Y tus posibilidades infinitas de crecimiento industrial, de desarrollo agrícola, de evolución tecnológica, sacrificadas en el altar de los odios, la incompetencia, el desorden de cualquier comunismo.

Cuando vemos esos desfiles interminables de venezolanos que darían cualquier cosa por llevar a sus hijos un bocado de pan, pensamos en todas estas cosas. Esos seres angustiados, destruidos, empobrecidos, debían ser los más ricos de la tierra, los más prósperos, los de más brillante porvenir. Y es entonces cuando se nos acaba de arrugar el corazón.

Las escenas que nos llegan de la Patria de Bolívar, el más grande hombre que engendró América, fueran en todo caso una tortura. Las madres que ven morir de hambre a sus hijos, los jóvenes sin horizonte, los campos yermos, las industrias en ruinas, compondrán siempre un paisaje desolador. Pero cuando vienen de un país infinitamente rico, al dolor se suma la rabia sin orillas. Venezuela: ¿qué más podemos decirte, sino que verte nos arruga el corazón? Tal vez, que puedes estar segura de que haríamos y daríamos cualquier cosa por salvarte, por restituirte en tus derechos, porque vuelvas a ser lo que mereces: la más grande, más bella y más feliz Nación de América.

 

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