Por: Fernando Londoño Hoyos
Sabíamos muy poco de Juan Manuel Santos los nueve millones de incautos colombianos que votamos por él hace cuatro años. Y entre sus facetas menos conocidas la de traidor consumado es la más inquietante.
El mismo día de su posesión traicionó a su gran benefactor y elector, el Presidente Uribe. Y traicionó al pueblo de Venezuela. Ambas traiciones las consumó en el mismo acto, la declaración pública de amor que le hizo al tirano de Venezuela, Hugo Chávez. Quedaba por saber cuáles eran las treinta monedas que desde Judas cobran todos los traidores. Creímos al comienzo que serían las cánticas de alabanza que la prensa afecta le haría por cambiar la tensión que vivíamos con el déspota de ese país por el curioso y meloso amor que se declararían más tarde los presidentes de las dos naciones.
Hasta que llegó la hora de descubrir el pago verdadero, aquella en que no tuvo más remedio que reconocer el juego tramposo que tenía montado en Cuba, dirigido por su hermano Enrique y ejecutado a favor de Fidel Castro, el héroe reconocido de su hermano Enrique cuando era joven. ¡Inocentes creíamos que había sido un sarampión de niño bien, superado como todas las erupciones febriles de la niñez!
Santos, Enrique, organizó la comedia grotesca de las conversaciones de paz en La Habana y convenció a su hermano menor, Juan Manuel, que con ella pasaría a la Historia. Proponerle la gloria a semejante mediocre era una tentación irresistible. Y aquí empezó la tragedia. Santos quedó prisionero en la tela de araña de estas intrigas horrendas. Y los prisioneros pagan a cualquier precio un plato de comida.
Chávez, pieza clave en el entramado, empezó a ejecutar todos los actos imaginables de barbarie, con la complicidad de Santos. Se tragó Hugo la televisión opositora y el viejo periodista colombiano no dijo una palabra; se devoró la radio y Santos siguió mudo; atacó la prensa, con todas las tretas imaginables, y Santos callaba; arruinó el país entero, a medias robándoselo con sus cómplices “boli burgueses” y nada; destruyó la empresa privada, y como si tal cosa; practicaba amores horrendos con los déspotas del Asia y Santos mudo; atacaba sin piedad los países que querían ser libres, y Santos en silencio profundo.
Murió el caribeño personajillo, dejó como sucesor al más oscuro y vil mamarracho de los dictadores conocidos, y Santos le renovó todos sus amores. Mientras sus diálogos de La Habana siguieran su curso, Santos nos entregaba en prenda a Venezuela y al Foro de Sao Paulo todo entero. En esas llegó el punto que creíamos infranqueable, hasta para un traidor de estos kilates. Fue cuando el patán de Maduro arremetió contra el pueblo inerme en las calles. Cuando metió en prisión a Leopoldo López. Cuando ordenó echarle bala a los estudiantes que con sus cuadernos en la mano pedían migajas de democracia. Cuando envió sus matones cubanos a romperle la cabeza a los jóvenes, a las mujeres, a los ancianos, a cuantos pedían pan y libertad.
Y ahí estaba Santos. Listo a cualquier ignominia. Para los abyectos no hay límite. Por eso se sumó, con el canalla voto abstencionista, a los que pedían silenciar la voz de María Corina Machado en la OEA. ¡Qué cobardía miserable!
En Venezuela van a pasar cosas horrendas. Santos llevará sobre su conciencia, para siempre, el peso de estas atrocidades.