Por Fernando Londoño Hoyos.
El Coronavirus ha puesto el mundo patas arriba. Literalmente hablando. En lo que lleva de recorrido por este afligido planeta, se ha dedicado a golpear los poderosos y perdonar a los humildes. Nadie quita que esto cambie y que en pocos días lo tengamos extendido sin control por las regiones más pobres y carentes de medios y recursos científicos para contenerlo o cuando menos, mantenerlo enjaulado.
El bicho maligno aparece en la segunda potencia económica del mundo, la China incontenible, y en una de sus partes más desarrolladas. Y la mantuvo contra la pared durante meses, solo creyendo a las cifras oficiales. Lo peor pudo quedar oculto, como pasa en los países autoritarios. Y de ahí no se difundió por sus vecinos más pobres, a los que apenas ha tocado. No. Dio el salto a Hong Kong, Singapur, Taiwán y Corea del Sur, los llamados dragones del Asia.
Su escala siguiente fue en la orgullosa y poderosa Europa y en Europa también ha sido selectivo, aristocrático, dedicado a las altas esferas.
La selección fue implacable, descoyuntando la región más poderosa de la Comunidad Europea. Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia y España, fueron esta vez sus víctimas elegidas. Con más o menos muertos, el virus se alojó en una zona tan elitista, que le creyó muy poco. Italia no paró la fiesta en que vive, Francia apenas redujo el ritmo frenético de su actividad, España lo desprecio hasta la estúpida celebración de las manifestaciones del 7 y 8 de marzo, impulsadas por el Gobierno. Los resultados han sido desoladores y se siguen contando por millares los muertos de cada día. Y tal vez lo peor, Esa Europa rica ha tenido que reconocer su impotencia, declararse vencida y necesitada hasta de médicos cubanos. Cuando uno pide auxilio de médicos cubanos es porque no puede sentirse más abandonado y enfermo.
De la Europa ultra rica el Coronavirus pasa el océano, viajando en aviones supersónicos y en sillas de primera clase y desembarca con más fuerza, quién lo creyera, con más contagiados y víctimas en el país más rico, y para que no quede duda de sus pretensiones oligárquicas, se ensaña en la ciudad más poderosa de la tierra. Nueva York, la dueña de los mercados, la palanca financiera del universo, hoy el corsillas del universo,rk, la dueña de los mercados, la palanca financiera del universo, de mespetando los multo, como ll es hoy el corazón de la pandemia.
No se le iba a escapar el Estado más rico y fuerte de la Unión, la vanidosa California, que lo despreció cuanto pudo hasta que cayó tendida a sus pies. En cifra que puede ser cierta, el Coronavirus puso en cuarentena trescientos millones de norteamericanos. Nueva York había advertido, a través del Gobernador del Estado, que le quedaban recursos disponibles hasta este Domingo de Ramos. Lo que pase después, Dios lo sabe.
Mientras esto pasa con los ricos, a los pobres nos mira con desdén. En Colombia tenemos, hasta ahora, lo que importamos directamente de Europa, limitada tragedia que nos hubiéramos podido economizar. Ni la arrogancia de Bolsonaro ha dado para mucho, como la estupidez de López Obrador no ha sido suficiente para crear una emergencia nacional en México. Seguimos en lo mismo: se trata de un virus que ha despreciado a los pobres de la tierra. En África no aparece sino con los contados casos que permiten decir que es una pandemia, porque está en todas partes. En el Medio Oriente perturba más a la rica Israel que a la lamentable Palestina.
Todo lo que decimos puede tener mil correcciones, más o menos valederas. Pero hubiera sido más fácil, por ejemplo, imponer en nuestro país la cuarentena si los barrios pobres tuvieran motivos más inmediatos para temerle a la peste. Hasta ahora obran en la creencia de que se trata de una enfermedad que da en los estratos altos de las ciudades importantes.
Pero a lo que íbamos era a una reflexión muy a propósito para el día de la gran victoria de Jesús, cuando entra a Jerusalén en un borrico, lleno de palmas y de vítores, antes de su pasión salvadora.
Y ese pensamiento es simple. Este Domingo de Ramos, viendo desiertas las Catedrales fantásticas, y desiertos los caminos y contagiados príncipes, y primeros ministros y potentados y artistas y capitanes del deporte, nos preguntamos si este Coronavirus no ha venido al mundo para darle una lección de humildad. Para que recuerde su pequeñez, para que viva sus limitaciones y para que los hombres recordemos, que “somos briznas de hierba en las manos de Dios”.
Qué poco somos ante los misterios del Universo. Un bicho miserable puso patas arriba la ciencia, la economía, la medicina, el orden social, la comunidad internacional. Todo. Es en lo que pensamos cuando recogemos el Rosario para darle gracias a Dios porque con la mediación de su Santa Madre, aún estamos vivos.