Un poco tarde

Por Fernando Londoño Hoyos

Santos nunca entendió lo que estaban firmando Jaramillo y De la Calle que implicaba, lisa y llanamente, la abolición de la propiedad agraria en Colombia; ahora, acaba de descubrirlo

Minagricultura, Aurelio Iragorri, ha tratado de enmendar la plana para dejar viva, así sea parcialmente la propiedad privada en el campo. Las Farc están iracundas porque no quieren cumplirles lo prometido en el Acuerdo Final que suscribieron con Santos. Y por una vez, habrá que decirlo, tienen razón.

Acontece que un poco tarde los ministros de Santos leyeron la barbaridad que convinieron De la Calle y sus muchachos y se han dado cuenta de lo que significa cumplir semejante barbaridad.

El primero en descubrir lo que contiene el dichoso papel fue Minchirrinchi, como llamamos al ministro de Agricultura que se emborracha con esa espirituosa bebida cuando se reúne con los indígenas de su tierra para atender sus peticiones. Dicho sea al paso, y valga el recuerdo para poner de manifiesto la calidad del sujeto, el mismo que hablando del director de una de las organizaciones gremiales más importantes del país, dijo ante el Congreso de la República que le ha cerrado la jeta. El estilo es el hombre, decía la gente culta de Popayán, donde por accidente nació este lamentable personaje.

Pero no andamos para pequeñeces ni detalles. A lo que vamos es a descubrir el tamaño del problema que tiene el Gobierno con el capítulo del Acuerdo que se refiere a la Reforma Agraria y que implica, lisa y llanamente, la abolición de la propiedad agraria en Colombia.

Minchirrinchi es un hombre basto y tardío, pero no totalmente irresponsable. Y por eso ha retocado el proyecto de ley que desarrollaría el capítulo pertinente del Acuerdo, para salvar, por lo menos en parte, el colosal problema  de las tierras que plantea. Y para dejar viva, así sea parcialmente la propiedad privada en el campo y algún espacio por donde respire la empresa de capital nacional o extranjero que le permita comer a las próximas generaciones.

Las medidas del nuevo proyecto no son suficientes, claro está, pero son además inconstitucionales porque el Acuerdo lo incorporaron a nuestra Carta Magna por la dichosa vía del fast track. En otras palabras, que tienen razón las Farc cuando exigen que la Ley Agraria recoja el principio de la empresa familiar y comunitaria, la expresión comunista, mil veces repetida en el Acuerdo, que nos condena a una propiedad minifundista, anacrónica y perversa, que deje en manos de las Farc y sus organizaciones de base la disposición sobre la tierra.

El asunto es enorme, como que nos lleva en línea recta a la guerra civil y a una pobreza rural que se exprese, como la de Venezuela, en la pérdida total de la productividad agrícola y en las colas interminables que hacen nuestros hermanos venezolanos para conseguir un trozo de pan. Y Santos no sabe qué hacer ante el dilema de cumplir el Acuerdo y pasar a la Historia como el premio nobel de la guerra y las hambrunas en un país de tierra fértil, o de romper la columna vertebral de la “paz” que firmó.

El presidente de Fedegán, al que el ministro de Santos le dijo ante el Congreso que le había callado la jeta, ha tenido la paciencia de comparar la Ley de Chávez que arruinó el campo venezolano con el Acuerdo y la Ley que lo desarrollaría en Colombia, para encontrar pasmosas similitudes. No podría ser de otra manera, porque ambos textos vienen preparados de Cuba, el mentor espiritual de la paz de Santos. Solo que Santos nunca entendió lo que estaban firmando Jaramillo y De la Calle, allá en La Habana. Lo acaba de descubrir, porque alguien tuvo la paciencia de explicárselo y lo que eso valía para estos dolorosos finales de su Gobierno. Un poco tarde, sin duda.

Pero el tema está ahí, a la vista, y no se soluciona con groserías de ministro. La propiedad privada en el campo colombiano se acabó, aunque se morigeren y traicionen unos cuantos postulados del Acuerdo Final celebrado con las Farc Y la cuestión, de hecho, ya se tradujo a nuestra amarga realidad presente. Nos hemos dado a la tarea de averiguar cuánto vale un pedazo de tierra en Colombia y el resultado es dolorosamente homogéneo y persistente. La tierra no vale nada, porque nadie sería tan insensato de pagar un peso por una propiedad que sería expropiable como parte de las tres millones de hectáreas prometidas para el “Banco de Tierras” del Acuerdo, o para completar las siete millones que se normalizarían para completar los minifundios que resulten de ese proceso jurídico.

El daño está hecho. Los efectos catastróficos de esta locura ya empiezan a notarse. Sus correctivos son imposibles y el país anda pensando en las frivolidades de campañas que no le dicen nada a la gente, por lo apresuradas y carentes de contenido.

Nos reafirmamos en lo que dijimos. O ese acuerdo lo volvemos trizas o nos vuelve trizas a todos. Y esto es, apenas, una parte del cuento. Que es todavía más largo y macabro.

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