Por: Fernando Londoño Hoyos
Los sicólogos y los siquiatras nos están debiendo algo que se parezca a un sicoanálisis de la rechifla. Hay que poner en el diván ese modo tan peculiar de expresión de los sentimientos colectivos. Y sería tan rico en variantes y tan fecundo en descubrimientos, como los tratados que se han escrito sobre la risa, por ejemplo, o sobre los complejos.
La rechifla es espontánea, natural, impremeditada. Simplemente se da. Si viene preparada, si está orquestada o dirigida, pierde su gracia y la mayor parte de su capacidad expresiva. Nadie dice que hay que rechiflar a un artista en el escenario, a un torero en el ruedo o aun presidente en la tribuna. Nadie le fija hora ni ocasión a los pitos, los gritos, los desahogos de la multitud. Se dan en una especie de comunión libre y general, incontenible, con algo de salvaje.
El que rechifla está indignado. Algo le duele o le molesta intensamente. No se puede contener. Y le da rienda suelta a su malestar, que coincide con el del vecino y el de muchos otros, a los que generalmente no conoce. La comunicación para la rechifla no se establece por una consigna, no obedece a una señal. Se da porque muchos participan del mismo dolor, o de la misma angustia, o de la misma frustración.
La rechifla es un sucedáneo de otras formas de crítica o de expresión. Cada uno de los actores siente que nadie lo va a interpretar si él mismo no salta a la escena. El espectador innominado, perdido en la multitud de la que forma parte, se convierte en actor fundamental, en héroe de su propia novela.
La rechifla es altamente contagiosa y difícilmente superable. Se transmite por un curioso pero implacable sistema de señales. Lo que predispone al objeto de una rechifla a muchas otras que se suceden en serie, en una cadena interminable, que dura lo que los hechos que la suscitan y la ira que ahoga el corazón de la gente.
La rechifla tiene un pavoroso y desconocido mecanismo de expansión. De expansión inmediata en el lugar y a la hora que se produce y de expansión mediata, porque funciona como invitación no pactada para muchas otras, en lejanos lugares, en públicos distintos.
Pues de ese temible síndrome social empezó a sufrir Juanpa, desde aquel día en que por más iracundo que se mostraba, más abucheos recibía de las mujeres que manifestaban con una rechifla la pena, la desazón, la rabia que las embargaba. Fue en el Batallón Pichincha, después de la muerte de los once soldados y de las heridas que recibieron más de veinte en el norte del Cauca.
A la del batallón le sobrevino otra forma de rechifla discreta, sutil, de alta estética y significación inmensa, la de las flores puestas contra las rejas de otros batallones en distintos lugares del país. Las flores también valen como pitos. Son menos sonoras, pero más dicientes.
Así fue como llegó enseguida la rechifla en pleno desfile por los héroes caídos en combate. Por los heridos. Por los lisiados. Pues Santos tuvo la mala idea de buscarlos, para arrancarles un aplauso y mejorar su abatida imagen. ¡Y quién dijo miedo! Aquella rechifla copó todos los horizontes de la Patria.
Santos ha quedado condenado. Nadie lo va a meter a la cárcel. Nadie pedirá su fusilamiento. Mucho peor que eso, donde vaya se ganará una rechifla. Es un castigo más duro que cualquier otro. Porque los pueblos saben cómo castigar a los que los ofenden.