Por Fernando Londoño Hoyos.
Que se hubieran reunido los escabrosos personajes del proceso 8.000 con los peores asesinos, secuestradores, violadores, narcotraficantes de toda América, fue una pura coincidencia. Reunión ocasional de amigos de la paz, de la concordia, de la reconciliación entre los colombianos.
Que Juan Manuel Santos, el traidor irredento del hombre que lo hizo personaje y presidente dirigiera esa chusma, escondido en un escaparate, que es lo que mejor hace, no pasa de otra coincidencia.
Que apenas unas horas después de cerrado ese conclave perverso estallaran los disturbios en Bogotá, con muertos, heridos, incendios, destrozos, fue otra lamentable coincidencia.
Que se reuniera una turba enloquecida en cincuenta lugares distintos de la capital, fue una simple coincidencia. Traspasados de dolor por la muerte de un sujeto de conducta en nada ejemplar, acudieron por miles al destrozo estos personajes, con manual instructivo a su disposición para ofender mejor, destruir mejor, quemar mejor.
Que ese instructivo maravilloso tuviera orígenes en las FARC y el ELN, no pasa de ser otra coincidencia.
Que la Alcaldesa de Bogotá, ayer conductora de los paros, saltara al ruedo para enlodar a la Policía y condenarla, olvidando el pequeño detalle de que al ser elegida y jurar el cargo se convirtió en jefe de la Policía que le parece tan mala, tan criminal, tan ineficiente.
Porque nada fue planeado, dirigido, financiado por la oscura mano del comunismo enriquecido por la cocaína. Nada. Todo fue una secuencia infortunada de coincidencias lamentables.
Dejemos a un lado tanta idiotez, tanta majadería, tanta ineptitud o mala fe como la de los medios de comunicación que se han puesto del lado de la revuelta, de la violencia desatada, de la protesta democrática, que es como ahora se llaman el delito y la máscara con que se cubren los criminales. Enfrentemos las cosas como son, sin ambigüedades ni equívocos.
La conducta de la Policía, de unos pocos de sus miembros, en la muerte de un ciudadano, tan malo como fuera, es absolutamente reprochable. Por borracho, pendenciero y drogadicto que sea un personaje, no hay nada que justifique que lo maten, en ninguna circunstancia que sea. Pero nos parece que mucho nos ocultan de esa tragedia lamentable. Y la reacción fue tan desproporcionada y tan brutal que nos hace pensar que nada tiene que ver con el hecho que la suscita. Lo que pasó estaba planeado, concertado, preparado y la bomba estalló por lo que llamaríamos, como Fouché, algo peor que un crimen, una equivocación. La muerte del Duque D’Enghien nos sirva de enseñanza, así pasara hace dos siglos. La humanidad no cambia mucho.
Cuando avanzábamos en la relación de este cúmulo de coincidencias, nos llega la noticia de que doscientos soldados de Colombia, con sus oficiales y sub oficiales a la cabeza, salen huyendo de una pandilla de atacantes, narcotraficantes por supuesto y dejan la población de Policarpa, en Nariño, en manos de los canallas que la dominan. Cuando salgan estas líneas, seguramente tendremos la noticia de que el Presidente de la República habrá ordenado que estos doscientos cobardes uniformados han quedado sometidos a la Justicia Penal Militar. Y que toda la línea de mando, encabezada por el General Zapateiro, ha sido llamada a calificar servicios. O quién sabe. A lo mejor la fuga de los soldados y sus jefes fue consultada bien arriba, con el Presidente y su Ministro de Defensa. En cuyo caso estaríamos frente a una situación mucho más grave. Porque sería la comprobación de que tampoco hay Comandante Supremo de las Fuerzas Militares y de que estamos en manos de los dueños de la cocaína.
Coincidencia va, coincidencia viene, y los colombianos nos sentimos en manos de la coca. Son los dueños, son los amos. Dirigida por Santos y Cristo, el malo, y amparada por el maquillaje grotesco de la paz, se tomó el país esta canalla.
Nunca fue tan grave la situación de Colombia. Nunca. Arruinados por una lamentable política económica que no conoce otro lenguaje que el del endeudamiento, vueltos pedazos por el coronavirus que no se supo enfrentar, tenemos unos niveles de desempleo, caída del Producto Interno Bruto, crecimiento exponencial de la deuda pública y privada, déficit amargo de la balanza comercial y de pagos, sin precedentes en la historia.
Y mientras tanto, clases de lavado de manos, todos los días por todos los canales de televisión y de cómo se guardan las distancias para entrar a unos almacenes que ya no tienen a quien venderle nada. Y mientras tanto, la feroz acometida de la izquierda comunista que de coincidencia en coincidencia nos ha puesto contra la pared.
Lo que faltaba en este cuadro amargo, el glorioso Ejército de Córdova sale en desbandada de los pueblos que custodia.
No caben tantas amarguras juntas en el corazón lacerado de la Patria.