Mar de coca
Por Fernando Londoño Hoyos.
Dijo el Procurador General de la Nación que el país estaba convertido en un mar de coca. Lo que no dijo es lo que eso significa para la Nación y para los que en ella padecemos.
Un mar de coca significa que tenemos como trescientas mil hectáreas sembradas con la maldita hoja; para sembrar esa cantidad, cada año perdemos centenares de miles de hectáreas de bosque primitivo; para procesar la hoja y para producir el clorhidrato, corren por lo que fueron nuestros ríos toneladas de químicos que los convierten en estériles corrientes de veneno. Nada de eso parece importar a los beatos de la paz.
Que somos un mar de coca, significa que hay miles de bandidos armados para proteger los sembrados, ocultar los primitivos laboratorios donde se prepara la pasta, custodiar a muerte los más sofisticados de donde sale la cocaína y cuidar las rutas que llevan el polvo blanco a las fronteras y a las costas.
Que somos un mar de coca significa que los campesinos no pueden vivir en sus veredas, porque estorban el designio criminal. Y que por eso tenemos el más alto número de desplazados en el mundo, sin que ello importe mucho a la ONU, ni a nadie.
Que somos un mar de coca significa que nos invadió lo que llamamos la concepción mafiosa de la existencia: todo se libra a un golpe de fortuna, sin importar el precio que por la boleta se pague; nada valen los derechos de los demás; no hay espacio para el trabajo tesonero y honrado; lo que no se gana, se arrebata; el que cumple la Ley es un majadero sin imaginación ni arrestos para volarla en pedazos; la única lección para aprender es la de cómo fabricar explosivos, preparar emboscadas, robar combustible, asesinar al vecino o a cualquiera.
Náufragos en ese mar de coca, se ahogan con nosotros los viejos principios de la sociedad cristina. Ni el amor, ni la compasión, ni el esfuerzo cotidiano, ni la caridad, nada tiene lugar en un mar de coca.
Que somos un mar de coca significa que vivimos dos economías, la que gobierna el Banco de la República, con todas sus cifras, sus cuadros y sus ecuaciones, y la subterránea, indefinida, pujante, desafiante, que nadie mide y que a todos toca.
Que somos un mar de coca significa que el industrial es un terco luchador de imposibles; el agricultor un romántico suicida; el exportador, un necio; el empresario, un pobre idiota que no sabe que en un solo golpe se gana lo que en una vida entera de privaciones, de luchas, de riesgos.
Que somos un mar de coca significa que nos volvemos otra vez un peligro para el universo, motivo de repulsa para el género humano. Mostrar nuestro pasaporte vuelve a ser como mostrar las llagas de culpable enfermedad.
Que somos un mar de coca significa convertirnos en grandes consumidores del alucinógeno. Y por razones elementales de mercadeo, la clientela óptima es la más joven. Los niños y los jóvenes de Colombia no son el objetivo de un jíbaro desalmado. No. Son el objetivo predilecto de esos que tienen que mover la mercancía, antes o después de negociar el país, y de asegurarse la impunidad que les ofrece cualquier Justicia Especial para la Paz.
Que somos un mar de coca significa que no hay ciudad, ni pueblo, ni aldea que no tenga y padezca su “olla” de micro tráfico. De esas ollas brotan la inseguridad más azarosa, la prostitución de las adolescentes, la deserción de los escolares, las enfermedades que pueblan los hospitales de espantable miseria.
Que somos un mar de coca se refleja en un dólar barato que destruye al productor, que arruina al que exporta, que nos da una falsa sensación de orden económico con inflación baja y endeudamiento garantizado.
Que somos un mar de coca significa vivir en un mundo irreal, en un entorno falsificado, mentiroso, tramposo. Parecemos ricos mientras liquidamos al que produce; cubrimos el déficit fiscal con dólares fraudulentos; nos decimos alarmados por la corrupción, cuando la impulsan los pregoneros falaces de la lucha en su contra; decimos amar a nuestros militares cuando los mandamos a que los asesinen los que consentimos con nuestra conducta y luego los dejamos humillar y condenar por el delito de servirle a la Nación.
Colombia es un mar de coca. El Presidente Duque está a punto de lograr esa forma de conocimiento insuperable que es la vivencia. Lo que somos como mar de coca no se aprende en los textos, ni se estudia en las aulas, ni se registra en los gráficos de los econometristas. Es mucho peor que cualquier estadística, mucho más lacerante que cualquier relato, mucho más doloroso que lo que puede decirse en cualquier debate. ¡Bienvenido a la realidad, señor Presidente!
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