Por: Fernando Londoño Hoyos
Santos, alias Juanpa, venía siendo recibido por cacerolas y pitos, donde quiera que llegaba. Y por supuesto, que no era resultado de una casualidad caprichosa, ni desazón por un momento de crisis. Las rechiflas tienen un profundo contenido social, que no puede menospreciarse.
Durante años nadó Colombia en dinero. La tomó por sorpresa la más grande bonanza que conociera en los dos siglos de su historia. Que no era por merecimientos de Juanpa que llegaban tantos capitales, de todas las layas y pelambres. Y eso le permitió al Presidente, lleno de morrocotas las alforjas, prometer y prometer y prometer. Hasta acuñó una frase: como nunca antes.
Y el buen pueblo esperaba, esperaba y esperaba. Esperaba la seguridad, que con el nombre de “paz” se le ofrecía; esperaba las escuelas que se construirían, como nunca antes; y esperaba los hospitales que lo buscarían a las puertas de su barrio; y siendo campesino, esperaba las magníficas carreteras que cruzarían por su vereda; y los fumigantes, y los abonos baratos que le mejorarían la vida; y los centros de acopio donde vendiera sus cosechas; y no siendo campesino, mejores calles y grandes fábricas para buscar empleo y un techo donde guarecerse, como le juraron que lo tendría.
Todos esperaban y esperaron, hasta más allá de los límites de una paciencia previsible. Hasta que descubrieron el engaño y supieron que como nunca antes les habían mentido. Y que las horas de esa avalancha de riqueza habían pasado, y que nada les había tocado. Les mintieron, los engañaron, los burlaron como nunca antes.
La ira, muy largamente contenida, explotó. Y será de esperar que la explosión no vaya más lejos que de los inocentes terrenos de las rechiflas, que acompañarán al Presidente hasta el fin de su mandato. Solo que cada vez peor.
Las encuestas, las que merecen su nombre y se hacen con rigor estadístico, son una técnica para medir el calor de los aplausos y la intensidad de iras reprimidas. Y las que acaban de aparecer, por casualidad vecinas en el tiempo, y por casualidad las dos que merecen credibilidad de quienes las estudian, han coincidido plenamente, en todo y en muchos de sus dramáticos aspectos, hasta en las cifras.
El Presidente no tiene eso que se llama favorabilidad en las encuestas y que podríamos llamar calor, afecto, respeto popular. Se acabó. Cuando después de derrochar billones para sostener una imagen se la tiene en el 29%, es hora de llorar. Cuando todo lo que un gobierno significa, seguridad, educación, salud, techo, empleo, justicia anda por el suelo, es porque ha quedado irremisiblemente solo, hundido en el desprecio de la gente, condenado ante la vida y ante la historia.
Las encuestas no han revelado nada. Simplemente han confirmado ese malestar general que las rechiflas expresaban. Es una consolidación de insuperables pasivos y de expectativas sombrías. Las mismas que los encuestados contestan cuando les preguntan por las alternativas de su propio destino.
Y ahora sí que vale recordar que todo es susceptible de empeorar. Porque la desesperación es mala consejera, porque la bonanza se fue para no volver sino quién sabe cuándo y porque no hay con quién. Porque el que tiene que manejar lo que estas malditas encuestas reflejan, es el mismo Juanpa que arruinó el país pujante que recibió de Uribe. Como dicen los gauchos: ¡qué esperanza, che!