La “verdad histórica”
Por José Alvear Sanín.
Desde tiempos inmemoriales la historia ha servido como arma política. Emperadores y reyes tenían sus cronistas, cantores y poetas. Por eso es tan bello el trabajo del historiador moderno y científico, independizado del tesoro público en cuanto procura extraer la verdad de los hechos del acumulado de los mitos, interpretaciones, opiniones, discursos, leyendas, fábulas y propaganda que los ocultan, disfrazan, disimulan o tergiversan…
Desde luego, estos historiadores casi nunca logran cambiar con sus descubrimientos lo que los pueblos han llegado a creer a lo largo de siglos de repetición de lugares comunes, de propaganda nacionalista o de buena literatura. Cada país tiene su leyenda dorada, que se transmitía, en primer lugar, a través de la escuela primaria. En ella se repetían los héroes, las batallas y los grandes acontecimientos, sin el menor sentido crítico. En la edad adulta unos cuantos analizaban ese sustrato cultural, para sacar conclusiones en forma de estudios y libros, unos mejores que otros y algunos incomparables.
Pero en ningún caso sus autores podían pretender haber llegado a la verdad absoluta sobre determinado asunto. Las luces que aportaban sobre algo determinado apenas eran el punto de partida para investigaciones posteriores. A nadie se le ocurría acudir al gobierno para que este decretase qué era lo que había ocurrido en tal fecha y quién tenía la razón en determinada afirmación.
El papel de un gobierno democrático debe limitarse a mantener cuidadosamente un archivo lo más completo posible de los documentos oficiales, y a sostener una, cien o mil bibliotecas donde se almacenen libros, discos, películas etc., para que los ciudadanos se enteren de los hechos pasados y los interpreten libremente.
Con la aparición de los movimientos políticos totalitarios se hizo evidente la importancia para ellos de disponer de una “historia” que justificara todos los actos tendientes a eliminar el recuerdo de la vida anterior a la revolución, que legitimara toda la violencia necesaria para la creación del nuevo orden y que condujera al cambio cultural profundo en las nuevas generaciones.
Por eso Lenin ha atribuido al partido la facultad de determinar de manera omnímoda la verdad, sin competencia posible sobre ella. Esta no será cosa distinta de lo que el partido diga, y por tanto será variable, mutante, fluctuante al vaivén de las circunstancias y las necesidades del momento. Así se resuelven todas las dudas, inquietudes y angustias, porque el partido —es decir el jefe— dicta las creencias y modifica los hechos. La historia se convierte en herramienta política e ideológica.
No es entonces de extrañar que los comunistas y los fascistas manipulen así la historia, desde el colegio hasta la academia, en las artes plásticas, el cine, el teatro, los medios y la producción editorial. Así fue en la URSS, en sus satélites, en Cuba, ahora en España (con las leyes de memoria histórica, especialmente sesgadas), y en Colombia, en trance revolucionario, donde se inventaron, primero, un Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), y segundo, una Comisión de la Verdad, siniestro tándem para la creación de una historia al servicio de la revolución, de la cual se habrá de nutrir la obligatoria “cátedra de la paz”.
Desde el nombramiento de un auténtico historiador profesional, de un investigador serio e imparcial, Darío Acevedo Carmona, el CNMH dejó de ser una herramienta ideológica y un proficuo paraíso burocrático para historiadores mamertos, para empezar (después de largos años al servicio de la empresa revolucionaria) a cumplir su tarea como centro de documentación, en lugar de centro de adoctrinamiento y propaganda.
Perder ese fortín era perder un instrumento poderoso de desinformación , y por eso llevan meses enteros de una campaña mendaz, feroz e incansable contra el Dr. Acevedo, orquestada nacional e internacionalmente, de medios, “profesores”, senadores, “historiadores”, cuyo último episodio ha sido el de una clandestina “Coalición Internacional de Sitios de Conciencia”, financiada, desde luego, por las fundaciones de Soros, que Eduardo Mackenzie, con su artículo “Complot mamerto contra Darío Acevedo” denuncia de manera contundente. (http://www.periodicodebate.com/index.php/opinion/columnistas-nacionales/item/25197-complot-mamerto-contra-dario-acevedo) ***
El primer número de la edición colombiana de la revista Forbes, biblia de los yuppies, resultó tan superficial como crédulo, porque hasta le come cuento a la Comisión de la Verdad y a su ladino y solapado jefe.
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Julio Arboleda declinó ante el presidente Herrán su nombramiento como Secretario de Relaciones Exteriores: “(…) hay una cualidad de la que carezco, la edad, y no pudiendo reemplazar tal carencia, me expongo a que la Nación sufra los errores de mi inexperiencia”.
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