Por: José Félix Lafaurie Rivera*
@jflafaurie
La alcaldía de Bogotá ha permanecido acéfala en el último lustro. Con Samuel Moreno fuera de escena –por el carrusel de la contratación– y la pésima administración actual, la ciudad navega a la deriva. Si los mecanismos de participación hubieran actuado sin dilación, hace meses que Gustavo Petro habría sido destituido. Curioso que ahora la Registraduría habilite las urnas para revocar al Alcalde y que la abogada defensora acuda a notificarse, cuando antes evadía a los registradores. La estrategia es buscar una suspensión por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos o a través de recursos que interponga el ex-fiscal Iguarán ante un juez de garantías, para dar tiempo a la convocatoria y refrendar el mandato de Petro en las urnas, con el precario propósito de invalidar la destitución.
Pero Petro es sólo un eslabón de un engranaje complejo y peligroso. La artimaña está montada en nombre de la izquierda, la elección popular o el proceso de paz. La argumentación de que su destitución pone en peligro La Paz en nombre de una ideología, busca poner en entredicho la Constitución, la Ley y las instituciones que la soportan. Quienes cuestionamos los diálogos de La Habana, lo hemos advertido. La Paz no puede ser la claudicación de la sociedad frente a quienes durante más de 50 años no han dejado de cometer graves violaciones al DIH. El reclamo de una Constituyente es para imponer su modelo de sociedad, la misma que Petro intentó imponer violando la ley.
El mensaje para la democracia es demoledor. Significaría admitir una categoría especial de ciudadanos: aquellos que están por encima de la Ley. Aceptar el discurso del Alcalde, es como permitir que él birle la legitimidad y mañana lo hagan los reinsertados de las Farc. Bastaría que también argumentaran que son de “izquierda”, “bolivarianos” o “castro-chavistas” y su desacuerdo con el modelo de desarrollo, la economía de mercado, la libre empresa o la propiedad privada, como ocurrió con el esquema de recolección de basuras capitalinas.
El argumento de la “persecución ideológica” es insustancial. La revocatoria, que en mayo pasado sumó 641.000 rúbricas –casi el mismo número de ciudadanos que lo eligió– es una muestra. Un imperativo democrático que fue obstruido con 224 derechos de petición y tutelas, para callar el reclamo por el derecho a un buen gobierno. Más aún, la hipótesis de la “exclusión” –la misma que esgrimen las Farc, improcedente tras la Constitución del 91– no tiene asidero. ¿Acaso Petro no encarna la tercería de gobiernos de izquierda en la ciudad? De hecho fundó “Progresistas”, un partido disidente, en formación, sin programa político ni cuadros en región –entre otras razones para lavar la imagen de sus predecesores del Polo– y con él alcanzó la alcaldía.
Petro no ha sido el primero ni el último funcionario destituido e inhabilitado por el Ministerio Público. Los descabezados –más de mil de todas las corrientes políticas– deben su fracaso a su propia gestión. Fueron elegidos para administrar y lo hicieron mal y, lamentablemente, cada día son más los escándalos por corrupción. Se dirá que no es el caso Petro, pero su estrategia le costó al bolsillo de los bogotanos más de $60.000 millones, sin contar el desgreño en otros frentes, que no ha podido solventar.
Es preciso poner la situación contexto. Aunque la opinión ha dado paso a la sensatez, para reconocer la actuación en derecho del ente acusador, Petro sigue aprovechando la coyuntura para desafiar la Ley. Sin embargo, no faltan los que cuestionan los poderes de la Procuraduría cuando es evidente que, pese a algunos casos con sanciones desproporcionadas, la corrupción es de lejos el principal factor que impide al Estado cumplir sus fines sociales. El carrusel de la contratación de Bogotá es uno más de los que a diario explotan en todas las regiones y alimentan una recortada democracia, en la que políticos y contratistas, se quedan con los recursos de los más necesitados.
*Presidente Ejecutivo de Fedegán