Por: Fernando Londoño Hoyos
No podemos aceptar las invitaciones que se nos hacen para entrar a una política baja, ruin, despreciable. Nos estamos jugando mucho para cambiar la senda que nos proponemos, la del debate serio, las ideas fundamentales, los valores irrenunciables. Si de algo debemos dolernos, es precisamente de la claudicación vergonzosa del Presidente Santos a sus deberes esenciales, para trocarlos por la práctica de los caprichos, las componendas, los intereses.
El Presidente Uribe ha propuesto una lista para el Senado de la República, casi en todo admirable. Porque se trata de gente incontaminada; porque le abre paso a una generación nueva; porque está poblada de gente capaz y patriota, esa lista ha producido grande impacto en la conciencia nacional. Es como un soplo de aire nuevo en un recinto viciado.
No seríamos honestos si calláramos nuestra inconformidad por la presencia del doctor José Obdulio Gaviria en esa nómina excepcional. Una persona que se refiera a sus contradictores en los términos que ha utilizado, no puede ir al Senado de la República, y menos en una lista de semejante categoría moral. El Presidente Uribe no puede dedicarse al triste menester de ofrecer disculpas por los desafueros emocionales y verbales de su protegido. Los yerros se enmiendan a tiempo o se cargan a la espalda para siempre. Nos parece que este triste capítulo tiene que cerrarse sin contemplaciones ni dilaciones. Y asunto concluido.
Los detractores de Uribe empezaron por la cantilena de que en la lista iban personas que no tenían votos. Cuando entendieron que es de eso de lo que se trata, cambiar la gente que tiene votos por la gente que los conquista y los merece, han variado la estrategia. Ahora es una miserable condición la de llevar sangre ilustre entre las venas. Malos historiadores lo pregonan. Podríamos llenar páginas enteras de hombres grandes, que eran hijos, o nietos o descendientes de otros tan grandes como ellos. No siempre se hereda el talento. Pero a veces ocurre. Y con frecuencia se heredan altas virtudes, como también con frecuencia se heredan vicios y flaquezas. A cada uno lo suyo, sin que sea improbable que de ilustres ancestros nazcan almas privilegiadas.
Los críticos de turno, han dictado sentencias extravagantes. Quienes son cercanos, por la sangre o el afecto, a perseguidos por la justicia, merecen baldón y rechazo. Juan Luis de León sería un desgraciado; Galileo Galilei un miserable; Solshenitzyn, un réprobo; los versos de Miguel Hernández resultarían basura; Nelson Mandela debería producirnos asco y don Antonio Nariño quedaría condenado al olvido. ¡De cuánta cárcel injusta está compuesta lo mejor de la historia humana! No faltan los que quieran volver a la época en que la Torre de Londres andaba llena de los condenados y sus familias. Creíamos superada esa vieja etapa de las humanas bajezas.
No aceptaremos estos desafíos deplorables. Nos interesa la contradicción fecunda y seria, condición de una política alta. Un país entristecido, derrotado, amargado, empobrecido, necesita cosas muy otras que el viejo estilo de los odios perversos que anidan en corazones mediocres. Dejemos que los perros le sigan ladrando a la luna y a las locomotoras transeúntes. Hay mucho por hacer. Y lo haremos.