Por José Alvear Sanín.
El poder tiende hacia la corrupción y el poder absoluto corrompe absolutamente.
—Lord Acton
Cuando en 1887 Acton, en carta a Creigthon, expresaba su célebre aforismo, los poderes públicos, a medida que la democracia avanzaba, interactuaban mediante la división de funciones y dentro del juego de pesos y contrapesos, de tal forma que se respetaban los equilibrios fundamentales para la operación del estado de derecho, que de la mano de sus esclarecidos promotores, estaba llamado a extenderse por el amplio mundo.
Dentro de esa concepción optimista, que aseguraba las libertades individuales y la dignidad de las personas, encajaba un cuarto y benéfico poder, el de la prensa, que para muchos debía carecer de cualquier tipo de censura y gozar de absoluta libertad.
Buena parte del siglo XIX estuvo marcada por esa polémica, para finalmente llegar a la fórmula “Prensa libre pero responsable”, no siempre respetada, porque en el siglo XX, muchas veces se recurrió a la censura y hasta al cierre de medios.
Ahora bien, más o menos influyentes, pero siempre sesgados por su militancia política, los periódicos nunca ejercieron un poder determinante, porque lo que unos omitían podía ser encontrado en otros; y a medida que avanzaban la televisión y la radiodifusión, la multitud de fuentes hacían más difícil el ocultamiento de los hechos y más fácil el control social del poder.
Esa situación, propia de la democracia occidental, contrastaba con el monopolio de la información y la supresión del disenso bajo los regímenes totalitarios como el nazismo y el comunismo, que dominaron durante buena parte del siglo XX en amplios espacios del mundo.
A raíz de la caída del Muro de Berlín y de la implosión de la URSS, pudo aparecer el tontísimo libro de Francis Fukuyama, “El fin de la Historia”, porque dizque el triunfo de la democracia era completo e irreversible.
Y ¿dónde estamos hoy? Es verdad que en Rusia la opresión es mucho menor, que en los países que fueron sus satélites hay democracias anticomunistas, pero China — la potencia pujante y emergente —, gime bajo una dictadura que ha optado por el total control tecnológico de la población. En África no ha avanzado mucho la democracia, y América Latina parece incapaz de escapar a la demagogia, el populismo y el castrismo.
En Europa Occidental y en el Canadá no están muy sanas las democracias. España tiene gobierno pre-comunista, y en el resto de esos países avanza el nuevo orden mundial y necrófilo, el de las cunas vacías, el abortismo rampante, el envejecimiento de la población, el ocaso religioso, la indoctrinación en la ideología de género, el eclipse de las culturas nacionales y la inmigración masiva —odiada, pero imprescindible por el invierno demográfico—. La eutanasia entra en los programas políticos, a tal extremo que ahora algún comentarista acaba de llamarnos la atención sobre la suerte de un continente donde las madres matan a los hijos y con frecuencia, los adultos, a sus padres.
Pues bien, este Nuevo Orden Mundial aterrador, que marcha hacia la conquista universal, tuvo un tropiezo en los Estados Unidos, no por la resistencia y reacción de las iglesias, sino por la actuación de Mr. Trump, sobre el cual han caído, desde su primera aparición, rayos y centellas, día y noche, hasta convertirlo, en la mente de centenares de millones, en algo así como el sucesor de Hitler.
Los dirigentes de este nuevo “Orden” son invisibles, con la excepción de George Soros. Todos ellos son dueños de inmensos capitales y avanzan hacia el dominio del mundo, gracias al control descomunal, omnímodo, global y totalitario de los medios masivos (prensa, radio, tv, cine, música, editoriales), controlados por seis multinacionales (¿o por seis tentáculos del mismo pulpo?)
El poder de esta cábala ha llegado a extremos y abusos tan increíbles como no publicar las declaraciones del presidente de los Estados Unidos. No solo hacen la más activa propaganda a favor de causas atroces, también sistemáticamente denigran y desfiguran las personas opuestas a ellas y todas las opiniones discordantes son desterradas de las redes y omitidas en los medios masivos controlados por la camarilla. Ya no puede tratarse públicamente de asuntos vitales como la defensa de los nonatos y la familia, o los principios cristianos, ni cuestionar lo “políticamente correcto”, para no hablar de millares de informaciones que pronto son borradas de las redes, si contrarían los fines de la desinformación planetaria.
Hasta hace pocos años, el poder y la influencia de los medios era local, a veces, nacional, y el de unos pocos era internacional, pero no eran omnímodos y concordantes, ni permanentes e inescapables, como ahora, cuanto todos estamos más o menos conectados y a través de adminículos recibimos diariamente docenas de mensajes, tanto de consumo comercial como ideológico y político.
No ha habido, pues, poder más descomunal en la historia humana, ni más conducente a la desaparición absoluta de la libertad de pensamiento y creencias, antes de que consideremos pesadillas aun peores, como las referentes a la implantación de chips y la desaparición del papel moneda, en un futuro de humanos servidos, o subyugados, por humanoides centralmente comandados.
Ganar elecciones contra la maquinaria mediática es prácticamente imposible, y sin embargo, en los Estados Unidos 73 millones de votantes no han aceptado todavía la opción totalitaria que se esconde detrás del anciano reblandecido y de la abortista aterradora.
No puedo saber si los votantes de Trump se conserven como una fuerza actuante en el próximo futuro y si alguna vez vuelvan al poder para continuar la lucha contra el nuevo orden mundial, pero si esa reacción es derrotada definitivamente, la democracia y la libertad desaparecerán de la tierra, por el peso descomunal, cultural, económico y mediático, de los Estados Unidos, porque el poder absoluto ejercido por las seis ramas de la gran Tech es absolutamente corrupto.