Guerra y paz: falso dilema
Por: Fernando Londoño Hoyos
En una división de aguas que Jaime Jaramillo Panesso llamó maniqueísmo puro, el candidato Santos ha resuelto que los colombianos son amigos de la paz, si están de acuerdo con los llamados diálogos de La Habana, o amigos de la guerra en caso contrario. Vale la pena salirle al paso a semejante bárbaro dilema, lleno de contradicciones y sofismas.
Lo primero, es que no estamos en guerra. La guerra es muy otra cosa que lo que sufrimos, que es terrorismo puro. Llevamos 50 años padeciendo estos bandidos, que no son un ejército, ni pueden pretender serlo. Sin ejércitos enfrentados, no hay guerra.
Los ejércitos representan un Estado, o una parte del Estado. Las FARC no representan a nadie. Las últimas, las antepenúltimas y todas las encuestas de ayer y de siempre, revelan que a las FARC las detestamos por igual todos los colombianos. Nunca han sobrepasado en favorabilidad los márgenes de error.
La guerra al interior de un Estado se llama, desde los tiempos de la muy antigua Roma, una guerra civil. Colombia no está en guerra civil, ni lo estuvo después de la que se llamó por sus tres años de trágica duración, la de los mil días.
Es cierto que grupos de izquierda radical, el partido comunista para ser exactos, quisieron usar esos bandoleros como brazo armado de una contienda política. Si fueran consecuentes, propondrían que las FARC se sometieran a los Protocolos de Ginebra sobre conflictos internos. Las FARC le huyen a esas reglas del Derecho Internacional Humanitario porque saben que su causa, su estructura y sus métodos no tienen ni remoto parentesco con los que calificarían como ejército un grupo armado y guerra lo que no pasa de ser aquella sucesión caótica de actos terrorista de la que arriba hablamos.
No es verdad que nos dividamos entre amigos de la paz y amigos de la guerra. Nadie es amigo de la guerra, salvo una mente loca como la de Nietzche, como nadie es amigo de la enfermedad, de la miseria, de la maldad o de la peste. Lo que hay son distintas visiones sobre la manera de controlar el terrorismo y las hubo por los siglos de los siglos.
No es verdad que estemos más cerca que nunca de lo que Santos llama la paz. Estuvo más próxima la tranquilidad ciudadana, o el imperio del orden público en agosto del 2.010 que ahora. Las estadísticas oficiales lo atestiguan. No estamos próximos a ganar la paz ni nada que se le parezca.
Las FARC no representan ninguna visión del país, ningún criterio para distinguir un modelo de sociedad u otro. Su dramática soledad lo demuestra. Lo que ha pasado es que Santos, buscando celebridad y la reelección, le ha dado micrófono a unos delincuentes, a una mafia organizada, para bautizarla ejército y para llamar guerra al terrorismo que ejerce.
Los llamados diálogos de paz son moralmente imposibles, jurídicamente impracticables, políticamente condenables. No se puede negociar la estructura del Estado, el porvenir de la Nación, la soberanía territorial de espaldas al país y a favor de unos delincuentes y de un credo ideológico agazapado en la sombra.
Los colombianos no nos dividimos entre amigos de la paz y de la guerra. Ese dilema es absurdo, grotesco. Los condenados por Santos a las llamas del infierno porque seríamos amigos de una guerra sin fin, no pasa de ser un mal truco político y el más falso de los dilemas en que quisieran envolvernos.
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