Por Fernando Londoño Hoyos.
No le han dado buen consejo, distinguido Presidente, en eso de ponerse en guerra con los amigos. Los Estados Unidos han estado siempre de nuestra parte y no es la hora de alzarles la voz, sobre todo por los temas que no son.
Nadie le ha dicho a usted que no haya hecho esfuerzos por combatir el narcotráfico. Lo que le han dicho es que las cosas no resultaron al derecho y que pasados ya unos cuantos meses de su posesión no estamos produciendo menos cocaína que el día en que asumió su cargo. Al contrario, tenemos más coca y más cocaína, como se lo dijo tajantemente el Embajador Whitaker.
Tan incómoda o cruel como la juzgue, esa verdad nos parte a todos el corazón. Y quisiéramos que las cosas fueran muy de otra manera. Pero no lo son. Producimos más cocaína, para nuestra desgracia, sea dicho lo primero, y para alarma y daño de quienes nos la compran. Claro que fuera ideal que nadie la consumiera y vale echarles en cara que si no compraran el alucinógeno, no tendríamos para qué producirlo. Pero el mundo está ávido de ese invento luciferino, como lo comprueba el hecho doloroso de que nos hemos convertido, nosotros mismos, en grandes consumidores de esa porquería.
Nadie le dice que no está haciendo usted las cosas que dice estar haciendo para ganar la partida a los que siembran, preparan y venden la cocaína. El problema no es de esfuerzos, sino de resultados. Que son muy malos, habrá que repetir.
Usted mismo se queja de que no le permiten fumigar con glifosato esos cultivos, el único recurso probadamente eficaz para destruirlos. Erradicar la coca a punta de azadón y machete, es una tontería y una crueldad. Por cuenta de la Corte de Juan Manuel Santos, mandamos nuestros soldados a morir en una guerra tan estúpida como inútil. Si la culpa es de cinco magistrados santistas que cumplen lo que ordena la Voz del Amo, o si es suya por no enfrentarlos, es otro cuento. Y es un cuento que no sirve para nada. Nos estamos ahogando en un mar de coca y ante ese hecho dramático no caben quejas ni evasivas.
Somos los únicos majaderos del mundo en creer que podían combatir la coca los que la disfrutan. Los que se enriquecen con ella. Los que se hacen matar por conservarla y aumentarla. Cuando esa barbaridad quedó escrita en el papelucho de 312 páginas que hemos propuesto volver trizas, dijimos que entre todas las necedades que ahí se dicen, esta puede ser la mayor. Y así vamos Presidente, de machetazo en machetazo, de muerto en muerto, comprobando cómo crecen los cultivos que usted quisiera impedir. Lo que pasa es que no se hace cosa de provecho por reducirlos o exterminarlos.
A los bandidos que trafican la cocaína debíamos extraditarlos sin contemplaciones al país que se queja de ser su víctima. Pero aquí seguimos consintiendo a Santrich, por obra de otra Corte de bribones, amiga desde su nacimiento de los que viven enamorados de ese tráfico. Y usted no hace nada por impedir esa enormidad, ilustre Presidente. ¿De qué nos dolemos si nos lo recuerdan?
Era tan urgente quitarles la fortuna colosal que amasan con ese negocio, que le oímos muchas veces hablar de una extinción de dominio “express”, que no ha podido o querido poner en uso. Las bandas dedicadas a la producción y tráfico de la cocaína son cada día más desafiantes, porque las dejamos ser cada día más ricas y poderosas. No valen las cuentas de incautaciones, de laboratorios incendiados o de unos cuantos presos por ese delito. La cuenta es solo una y las demás una perdedera de tiempo y energía: ¿de cuánto dinero disponen estos demonios?
No queremos aprovechar sus frustraciones en la materia, Presidente, para cubrir de sal las heridas abiertas en su amor propio y en el de todos nosotros. ¿Para qué? Lo que queremos decir es que en lugar de responder con tan mal tono la reprimenda de Washington, debe reflexionar y corregir el rumbo. Nos vamos a estrellar contra el acantilado, empujados por olas embravecidas. Con gritos de indignación no se evitan los naufragios. Ya lo sabrían todos los marinos de la Historia.
Si tiene tiempo y si le alcanzan la ecuanimidad y la humildad de su noble corazón, pregúntele a su amigo Álvaro Uribe Vélez cómo se lleva la culebra al fondo de la selva, derrotada y humillada. Y cómo se cumple el primero y fundamental de los deberes públicos sin consultar los enemigos y sin pedir la venia de quienes la van a negar mil veces. Esta sí es una Razón de Estado. ¿Lo tiene claro? Y por favor, no le mueva guerra a los Estados Unidos. La llevamos perdida, sin remedio.