Es otro mundo, señores
Por Fernando Londoño Hoyos.
No vamos a perder el tiempo acusando al Gobierno por no haber entendido desde hace rato la gravedad de lo que se nos vino encima. Para pruebas, basten el viaje del Presidente a Nueva York para hablar con otro despistado, Antonio Guterres, de los 736 cernícalos que tendremos en Colombia hablando de derechos humanos; y por supuesto, la testarudez con que mantuvo abiertos Eldorado y los demás aeropuertos internacionales para recibir compatriotas que venían de Europa cargados de coronavirus. Lo hecho, hecho está. Ahora hay que mirar al frente y hacerse cargo de la situación.
El mundo cambió. Y probablemente cambió para siempre. Lo que significa que no lo podemos administrar ni comprender con las viejas categorías mentales que usábamos hasta hoy. La cuestión no es sortear una crisis. La cuestión es de supervivencia.
Vayan unas modestas ideas para expresar esta convicción.
El 47.5% de los que tienen trabajo en Colombia son informales. Lo que quiere decir que viven, si eso se llama vivir, al día. A esa gente, y a los desempleados que subsisten por milagro, no los podemos dejar morir de hambre. Ni podemos liquidar las empresas que nos dan de comer a todos. Algo hay que hacer y ahora mismo. Mañana será tarde.
La moratoria del crédito hay que decretarla de inmediato. Los bancos tienen que declarar libres de cualquier compromiso de pago puntual a los que les deben. Y el Gobierno tiene que soltar el dinero que sea necesario para solventar la figura. Proponemos tres meses de moratoria con costo a cargo del Estado. Ojalá fuera suficiente.
La sola moratoria de las tarjetas de crédito resolvería enormes problemas de insolvencia y le abriría las puertas al consumo normal. Suponemos que los bancos, al otorgar los cupos a los tarjeta habientes, supieron lo que hacían. Pues a conservar esos cupos con la más baja tasa de interés que sea posible. El Banco de la República tiene que reunirse sin demora para rebajar al mínimos las tasas y al diablo con su rango-meta. Y los bancos tienen que someterse a rebajar su margen de intermediación, sin que los afecten con inversiones o créditos obligatorios de ninguna especie.
Las empresas que se quedan sin trabajo, hoteles, restaurantes, cafeterías, productoras de transables de las que los clientes habituales pueden desprenderse, mini o micro establecimientos que queden al garete, recibirán créditos suficientes para mantenerse vivas, digamos que por tres meses, pagaderos a diez años con cinco de moratoria absoluta a capital e intereses. El costo lo asumirá el Banco Central, mientras se lo traslada al Gobierno de la manera que se establezca.
Elemento fundamental para superar la catástrofe será la tienda de barrio. Deben quedar habilitadas para otorgar crédito a los clientes, los vecinos como los llaman por estos lares, y descontar su valor en el banco, sin costo o con crédito de larguísimo plazo y cortísimo interés. El tendero que mienta o abuse se irá para la cárcel por falsario y depredador de los bienes públicos. Pero a la gente más pobre no se la puede condenar a muerte por hambre mientras soporta la cuarentena decretada para salvarnos a todos, precisamente, de la muerte.
Tenemos entendido que la DIAN tiene una plata grande por solicitud de devolución del IVA. No más trabas ni dilaciones. A devolver de inmediato ese dinero, bajo el amparo constitucional de la buena fe. Pasado este tiempo de emergencia total, ya se verá cómo recuperar lo que se devolvió sin justicia.
De seguro que muchos de los lectores de estas líneas, juzgarán que las redactó un orate, porque su costo fiscal y monetario puede resultar altísimo. Pues nos reafirmamos en la propuesta. Peor que volver a empezar. Peor que sortear un gran brote inflacionario. Peor que cualquier contingencia económica, es la muerte de medio millón de colombianos, si es que las proyecciones no empeoran.
Insistimos en que no puede enfrentarse esta calamidad, la peor que ha padecido el género humano, con las viejas categorías mentales vigentes para tiempos normales, o aproximados a la normalidad. Aquí lo primero que hay que definir es si la cuestión es de vida o muerte, y si da tregua para ensayos, reflexiones o cálculos.
Ya nos equivocamos con los aeropuertos abiertos. Ya nos pasamos de majaderos importando tarde los reactivos para los diagnósticos y los respiradores para los tratamientos. No cabe un error más. Suponiendo que esto no termine con una asonada que tumbe al gobierno y haga trizas las instituciones, lo que no es nada descartable, cerrar este ciclo con economía sana en una sociedad destrozada y con la mayor crueldad imaginable contra los más débiles, sería sencillamente una monstruosidad que lloraríamos para siempre. Sin perjuicio de que el COVID no nos deje espacio ni para el llanto.
El mundo, hoy, es otro. ¿Seremos capaces de entenderlo?
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