Por Fernando Londoño Hoyos.
Nunca. Lo que se equivoca, siempre, es la manera como se aplican sus principios. Con esa cantilena los socialistas repiten los mismos errores, cometen las mismas barbaridades, vuelven siempre a lo mismo. Sin vergüenza ni pudor. Son infinitamente previsibles y tenaces.
¿Qué es lo que quieren ahora, qué buscan como mecanismo de poder para destruir el capitalismo? Probablemente muchas cosas, pero una fundamental y básica. Los socialistas de hogaño quieren nacionalizar la banca. Otra vez. No importa que el ensayo fuera una cadena de fracasos sin orillas. Es que como se hizo mal…… basta lo mismo, pero haciéndolo bien.
En esta sufrida América ya vimos, desafiante y triunfante, el mismo ensayo. José López Portillo nacionalizó en un solo discurso la banca mexicana, que era modelo de desarrollo y eficacia. Pero como su discurso socialista fue un desastre, tenía que ocultarlo y atribuírselo a otro. ¿A quién? Pues a la banca, hombre. A la banca.
Salvador Allende, convertido ahora en mártir y santo, fue una desventura para Chile. Imposible un país más empobrecido y fracasado que el Chile de Allende. Pues lo mismo. La culpa no fue de su comunismo violento, corrupto, disolvente. La culpa fue de la banca y se la engulló casi entera, salvándose por muy poco el Banco de Chile, gracias a un hombre extraordinario que lo mantuvo vivo, Javier Vial Castillo.
Los generales peruanos, con su ARRIBA PERÚ, también jugaron al socialismo. Y como les fue tan mal, pero tan mal, también buscaron y encontraron el mismo chivo expiatorio: la banca.
Curioso caso. Don Pepe Figueres, después de su revolución triunfante, resolvió nacionalizar la banca comercial de Costa Rica. Y lo hizo.
Los sandinistas empezaron su revolución victoriosa nacionalizando la banca. Fue sencillo. Los que se especializaron en asaltarla, en la época de su guerra, fueron nombrados después para administrarla. Tampoco entendieron que es bastante más fácil echar plomo que manejar el crédito.
Uruguay no escapó al salpullido. Ni en Argentina faltaron ganas. Entre el Banco Nación, el Industrial, el de la Provincia de Buenos Aires y el de la Ciudad de Buenos Aires, pusieron contra la pared los bancos privados que quedaban, varios extranjeros, otros del Interior y el de Galicia y Buenos Aires, que tampoco se rindió.
Le resultará tedioso, espero que no mucho, lector querido, este recuento de lo que fueron las luchas y peripecias para mantener con vida la banca privada, por aquellos finales de los 70 y comienzos de los 80 en América Latina. La que se nacionalizó, se cayó ella sola. Difícil medir cuál fue la peor de las catástrofes y como hubo de hacerse, a inmenso costo, para desnacionalizar la banca en Argentina, Uruguay, Chile, México, Costa Rica, Perú, Nicaragua.
Le resultará curioso advertir que no hubo un sistema socializado exitoso. Lo que no quiere decir que no haya habido, como los hay hoy, bancos comerciales respetables, serios y valiosos, de propiedad de los Estados. Pero la tentación de usarlos para hacer política es casi irresistible. Piense solamente en los ensayos con el Banco Popular, hace unos años, y el del Estado, con el Cafetero, con el Fondo Nacional del Ahorro y la Caja Agraria en Colombia. ¡Y lo que cuesta después redimirlos! No hay gobierno aprovechador y populista que no quiera el juguete de la banca comercial.
Pues todo esto viene a que para allá vamos. Esta campaña malévola y pertinaz contra los bancos, a veces con buenos argumentos y ejemplos, no es gratuita ni casual. La izquierda, que se cree triunfante en las próximas elecciones, quiere el infalible instrumento de poder que son los bancos, cuando se los usa como mecanismo populista. Cuando los únicos créditos buenos son los que se ofrecen a los amigos; cuando los bancos no tienen que responder por sus balances, porque el suyo es de carácter “social”; cuando el endeudamiento se usa como instrumento de presión contra el empresario legítimo; cuando hay que prestar barato sin recordar que se presta el ahorro público; cuando de cualquier pelafustán se hace un banquero, con la sola condición de que sepa a quién se deja robar, la batalla está perdida. El desastre no tiene escapatoria.
No estamos defendiendo a éste o a aquél banco o banquero. Estamos discutiendo principios y advirtiendo calamidades harto repetidas. Meter principiantes a dirigir un banco, es tan peligroso como entregarles los quirófanos de los hospitales.
Los banqueros no suelen ser buenos defensores de su causa. Porque creen que los debates envuelven una gestión específica y cuando descubren que lo que quieren los críticos no son créditos y servicios financieros buenos, sino la banca misma, ya es tarde. Y la gente, llena de resentimientos explicables, se presta al juego. Y cuando entiende el ardid, fue porque ya cayó, sin darse cuenta, en las garras del socialismo.