Por: Fernando Londoño Hoyos
Hicimos burla de la reunión Santos Maduro, llamándola la de los colosos, convencidos de que aquello no produciría efecto alguno. Conociendo a los personajes, dábamos por descontada la inutilidad de la entrevista. Pero nos equivocamos. Maduro nos comió vivos y de la parla de Quito quedaron antecedentes funestos para manejar el gorila venezolano.
El documento firmado por los presidentes negociadores y refrendado por los testigos, Correa y Vasquez, será vergüenza eterna para Colombia. Y no tanto por las idioteces que se dijeron, sino por todo lo que no se dijo. Por las protestas que no se hicieron; por los abandonos crueles; por las omisiones cobardes.
Colombia, y todos los compatriotas que por decenios encontraron abrigo en Venezuela y que trabajaron para abrirse paso en la vida y para engrandecer ese país hermano, quedaron como los culpables de todo lo malo que ha pasado en la Historia de nuestro vecino en el último medio siglo. Los culpables de la ruina de la Nación hermana. Los culpables de su devaluación desenfrenada. Los culpables de su desabastecimiento monstruoso. Los culpables de la violencia desatada en las calles de sus ciudades. Los culpables de que salga de contrabando la gasolina que el Gobierno regala y los alimentos que trae a precios ridículos para que los aprovechen los validos del régimen. Los culpables de los asaltos y los atracos y del tráfico de drogas por la frontera. De todo eso los acusó Maduro ante Venezuela y ante el mundo y Santos no tuvo el coraje de defenderlos. Los dejó humillados y ofendidos, como en la novela de Dostoiewski.
Santos no abrió la boca ni movió la pluma para recordar las atrocidades de que fueron víctimas los colombianos en la frontera. Las atrocidades contra los hombres, acusados como bandidos paramilitares; contra las mujeres, tratadas peor que rameras; contra los niños, muchos venezolanos por derecho de nacimiento, lanzados al abandono, despojados de su casa y su paisaje, separados inicuamente de sus padres; contra las familias, arrancadas de sus casas, que gastaron una vida en levantar y de cuanto en ellas había acumulado su esfuerzo, su honrada paciencia.
Santos se olvidó de todo eso, guiado por la reclamada sensatez con que actuó. Los cobardes siempre encuentran un nombre para tapar su miedo.
No era necesario gritar, ni agredir, ni amenazar, ni declarar la guerra. Bastaba con recobrar los fueros de la verdad, admitiendo las culpas compartidas que cupieran en el desbarajuste fronterizo. Por ejemplo, el narcotráfico compartido; y el contrabando que empieza allá y que termina aquí; y la violencia que generan las FARC, cuidadas allá y aquí por los dos gobiernos. Pero los delitos de unos cuantos y el enriquecimiento fabuloso de los delincuentes de ambos lados, no puede convertirse en esta macabra persecución contra toda Colombia y contra los colombianos. En Venezuela ya no hay bandidos. Hay paramilitares. Y los paramilitares, por supuesto, son colombianos.
La humillación no viene sola. Ahora el problema es controlar y poner en su sitio un gorila agrandado, un tirano triunfante. Para eso no bastará que el Embajador regrese a Caracas. (Teníamos Embajador y no sabíamos) Y que la Canciller consiga abrir la frontera, después de haber declarado que Maduro tuvo razón al cerrarla. La señora Holguín fue peor que Santos. Y no parecía posible.