Por: Fernando Londoño H.
O no es nada. Se dirá vieja y gastada la frase que mejor comprende la relación fatal entre la suerte del café y la de esta Patria que tan mal lo comprende. Pero en estos momentos de crisis corresponde captar su significado y enarbolar esa bandera.
No hay para qué hacerle mucho esfuerzo al recuerdo de que Colombia tuvo puertos y caminos y ferrocarriles, solo para abrirle paso al producto de los cafetales. Y que pudo desarrollar las manufacturas y el comercio y la banca, es decir, mantener viva la Nación, porque el café se echó a las espaldas todo ese inmenso proyecto.
No es tiempo para la vieja y conocida historia. Es tiempo para examinar lo que ahora pasa y lo que habrá de hacerse antes de una catástrofe que se lleve el país entero a los abismos.
Los economistas de escuela suelen tener una cosa en común respecto al café. Y es que lo desconocen por entero. Creen que el café es reductible a unas cifras engañosas entre cuyas garras aprisionan un fenómeno vastísimo. Porque no es cierto que del café vivan 650.000 familias, que es el número de ahora, el que sustituye al millón de ellas que hace treinta años cultivaban y vendían café para subsistir. No es verdad. A la suerte del café está ligada la de toda la ladera andina colombiana. Nada menos que eso.
Si usted conociera Pensilvania Caldas, querido lector, el pueblo donde nació, creció y aprendió a hacer política el próximo Presidente de Colombia, Oscar Iván Zuluaga, encontrará que buena parte de su gente siembra, abona, recoge beneficia y transporta el café. Pero cuidado con un diagnóstico engañoso. Porque de ese menester fundamental dependen todos los demás. En Pensilvania hay ferreteros, y tenderos y mecánicos y albañiles, y peluqueros y médicos que en últimas dependen de que el café exista. Si lo resta usted imaginariamente de la escena, le quedaría un espectáculo asombroso y terrible: a Pensilvania habría que desocuparlo.
Y eso pasa en los 650 municipios cafeteros de Colombia. Todas las demás actividades agrícolas son apenas complementos de la principal y decisiva. Y toda la economía de la zona gira alrededor del café. El que no lo sabe, es porque no conoce los pueblos montañeros de Colombia.
¿Y qué hacer con esta crisis? ¿Cómo enfrentarla y superarla?
Pues haciendo lo que nunca antes se hizo en Colombia. Vender el café. Nos lo hemos dejado comprar, que es otra cosa, para que los tostadores lo mezclen con los cafés de mala calidad, en la cantidad necesaria para hacerlos potables. De ese modo hemos sido los culpables del desastre. Si los tostadores no tuvieran el café colombiano para la mezcla, adiós a los indonesios, vietnamitas, africanos y casi todos los brasileros. No habría quién los comprase.
Se dice fácil esa rectificación histórica. Será, nadie lo dude, una tarea tan ardua y apasionante como cabe suponer. Pero hay que hacerla. Hay que borrar del recuerdo el maldito Pacto Mundial del Café y poner proa a la grande hazaña. Por donde hemos debido empezar hace 50 años. Cuando nuestro café excelso se venda como una exquisitez, a más de cinco dólares la libra y en todos los rincones del mundo, los 650 pueblos que en Colombia son como Pensilvania tendrán una nueva oportunidad sobre la tierra. Esa es la tarea reservada a esta generación. Manos a la obra.