CADENA DE DESASTRES (1)

Por Fernando Londoño Hoyos 

Cuando faltan pocos meses para que llegue el día feliz en que Juan Manuel Santos se vaya con su familia para los apartamentos que compró en Londres, es hora de intentar una relación de desastres en que su Gobierno ha consistido.

Sin que nos atrevamos a decir que es el más grave, empezaremos por lo que algunos de sus abyectos colaboradores llaman su política anti drogas.

Las cosas son tan simples de decir como dolorosas de padecer.

Santos recibió el país con un poco más de cuarenta mil hectáreas sembradas de coca. Hoy vamos, pasando de largo, por las doscientas cincuenta mil. ¡Seis veces!

La cifra del área cultivada va en relación directa con la producción de cocaína. De doscientas o doscientas cincuenta toneladas por año saltamos a mas de mil toneladas.

La producción de cocaína obliga a proponer cifras del dinero que mueve el crimen cocalero. Si el precio interno, Fob laboratorio del clorhidrato, no fuera sino de cuatro millones de pesos el kilo, tendríamos cuatro billones para repartir entre cultivadores  y cultivadoras, como dice cierta norma que por ahí circula, raspachines, manipuladores de la hoja y de la pasta, transportadores, sicarios, prostitutas, proveedores de bienes y servicios indispensables, etc, etc, etc. No son de extrañar las cifras alucinantes de campesinos cocaleros que el propio gobierno denuncia, ni el pleno empleo que en esas zonas, con tanto orgullo, proclama el DANE. En el Gobierno de Santos, los delitos no se ocultan. Se exaltan.

Pero el billete largo, como ahora se dice en el triunfante argot del hampa, es el que se convierte en dólares y en dólares regresa al país para lavarse, lo que los mantiene tan baratos. Y la parte que falta, que es mucha, regresa convertida en contrabando, el mismo que puso contra la pared la industria colombiana y al borde de un colapso socialmente demoledor las  textileras, las empresas de confecciones y calzado.

En esas cuentas vengan las partidas destinadas a mantener en armas la legión de bandidos que ordena y protege el negocio desde su raíz hasta el final. Y las que se dedican a corromper fiscales y jueces, sobornar policías y neutralizar las Fuerzas Militares. Los niveles de la corrupción que empieza en las Altas Cortes, son agobiadores. La cultura de la mafia no llega sola.

Hablamos de tanto dinero movido por este sucio negocio, el más sucio del mundo, que alcanza para trasladar la política macroeconómica desde el Banco de la República hasta las FARC, el ELN y las BACRIM: El Banco maneja la tasa de interés y el tipo de cambio lo fijan los bandidos. El Banco baja las tasas y los delincuentes le bajan el tipo de cambio, que hace inútil el esfuerzo del Banco por estimular la economía.

Esos bandidos, con brazalete o sin brazalete, hacen política a su manera. En las zonas cocaleras mandan ellos y el alcalde que no obedece se muere. Y como gente normal que son, los alcaldes prefieren vivir…….Colombia no va a car en manos de los narcos. Hace rato que éste es su imperio.

Toda esta tragedia esquiliana tiene una de sus peores partes en la destrucción de la tierra colombiana. Los ríos no llevan agua, sino un barro nauseabundo que mata la fauna y destruye los cultivos y la salud de los ribereños.  Y las selvas se rinden al empuje del hacha homicida, que copa espacios enormes para cultivar más coca.

En esta cadena del desastre santista, aparece como una de sus facetas más graves la corrupción de la juventud y la destrucción del tejido social en las ollas del narcotráfico. Como para el sedicente Presidente todo es comedia, lo vimos montado en poderosa máquina que echó al piso una de las muchísimas casas donde la mafia se dedica a empacar y distribuir la cocaína y el bazuco. Hasta ahí le alcanzó la cuerda al Jefe de Estado que “simboliza la unidad nacional” según reza la Constitución, porque el consumo interno se multiplicó hasta extremos inconcebibles. No hay cabecera municipal en Colombia que no tenga su “olla”. Lo que significa que tiene problemas de seguridad, de deserción escolar, de salud y de corrupción espantables.

Somos campeones en el consumo universitario de cocaína en el mundo, lo que tiene a muchos muy felices. ¡En algo debíamos quedar campeones!

No hemos medido el alcance del daño que hace la cocaína. Por eso aceptamos la patraña de los contratos con la ONU, las escenas del narco vicepresidente convenciendo campesinos cocaleros para que siembren otra cosa, o las declaraciones triunfantes del Ministro de Defensa cuando cuenta que se incautaron sus gloriosas tropas del uno por ciento de la producción cocalera anual. Aquí empieza la cadena de desastres de este Gobierno. Pero como nuestro relato, solo empieza.

 

 

 

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