Por: Fernando Londoño Hoyos
Son los aliados del candidato Santos especímenes muy curiosos. Pero los más curiosos son los bandidos de las FARC. A una semana de las elecciones tenían por hacer o por decir alguna cosa, cualquiera, que favoreciera a su candidato. Y alguien les sopló la maravilla de que dijesen reconocer a las víctimas. ¡Loado sea el Señor!
Lo primero que anota el más inocente espectador de esta comedia es que no hablan de sus víctimas. Hablan de las víctimas, tratándolas así de manera tan impersonal y distante. Ese desprendimiento tiene su correspondencia en las declaraciones del doctor De La Calle, quien también reconoce a las pobres víctimas, aclarando que son las del conflicto en el que participamos todos y del que por consecuencia somos todos responsables.
Alto ahí, doctor De La Calle. Si usted tiene víctimas por reconocer, lo que no dejaría de sorprendernos, hágalo con toda franqueza. Pero no nos meta con las FARC, en el mismo costal, a los millones de colombianos que somos sus víctimas. De victimarios, nada. Nos ofende usted, que hace y dice cualquier cosa por congraciarse y reproducir la voz del amo, como el perrito de la Víctor. Esta es una tragedia cuya autoría corresponde entera a sus contertulios de La Habana.
Pero recobremos el hilo del discurso. Porque la declaración anodina, mal intencionada y oportunista de las FARC no significa nada, no vale nada, no nos sirve para nada.
Que las FARC reconozcan, así en abstracto y tirándonos el agua sucia de la mitad de ellas, que hay víctimas por llorar y compadecer, es como descubrir que el agua moja. De sus asesinatos, extorsiones, bombas, asaltos a pueblos inermes, reclutamiento de niños, destrucción de oleoductos y torres de energía, hay tantas pruebas como quiera soportarlas el que se asome a este debate. Reconocerlas de este modo nada cuenta.
Fuera otra cosa que nos dieran el número y el nombre de todas ellas; que nos confesaran cuántos secuestrados tienen aún en su poder, o cómo y cuando los asesinaron; que nos dijeran cuántas niñas les entretienen sus noches de campamento y por mal heridas que estén en el cuerpo y en el alma, nos las devolvieran; que nos presentaran escueto balance de sus ganancias gigantescas en el negocio del narcotráfico y entregaran esos cuantos miles de millones de dólares para socorrerlas. Pero esto, así dicho, sin más, no sirve para nada.
Cuando se dio la noticia que comentamos, se disputaron los micrófonos y las páginas y los escenarios púbicos los beatos de la paz, para exaltar semejante maravilla. Los oímos a todos, los leímos a todos, los vimos a todos, y ni uno solo se tomó la molestia de explicarnos el alcance jurídico o político que ella tuviera. Como la perrilla de Marroquín, tampoco tantos espontáneos vieron por parte alguna al maldito jabalí.
Y es que no podían verlo, porque no existe. Porque el decir de esos bandidos confirmando que han sido bandidos, no importa una higa. ¿Qué hay, entonces detrás de tanto bochinche, tanto aparato, tanto escándalo?. Pues nada. Nada distinto de que estamos en vísperas electorales y era momento de hacer cualquier cosa para llamar la atención y afirmar, otra vez, que la paz estaba a la vuelta de la esquina. Nunca habíamos avanzado tanto. Nunca llegamos tan lejos. Y es verdad. Nunca llegamos tan lejos en el pedregoso camino de la mala fe y la estupidez.