Huele a peligro

Por Fernando Londoño Hoyos

En apariencia, haciendo cuentas elementales, perdieron todo interés las elecciones, porque ya las ganó Iván Duque. Con los votos que ya obtuvo, más los que le traigan el Partido Conservador, el Partido Liberal, Cambio Radical, los que le toquen en la mortuoria de la U, más cualquier cosa que venga del voto caótico por Fajardo, le basta y le sobra para cantar victoria. ¡Pésimo cálculo! ¡Terrible presagio!

Una cosa es ganar unas elecciones, simplemente porque se obtengan más votos que el adversario y otra es ganar el poder, porque el mandato popular sea inequívoco y contundente, de suerte que el elegido tenga de veras capacidad de maniobra, autoridad real, independencia y mando.

Iván Duque y Martha Lucía Ramírez no pueden quedar en deuda con los jefes de los partidos políticos que han adherido a su campaña, después de quedar irreconocibles por lo maltrechos que los acaban de dejar las urnas.

El que no haya entendido que Iván Duque recibe un país despedazado, empobrecido, desmoralizado, no ha entendido nada. La herencia relicta de Juan Manuel Santos será peor que cualquier cosa que ahora imaginemos. Y ese mal no se cura con emplastos y aspirinas. El timonazo tendrá que ser muy fuerte, o paramos en acantilados impiadosos. Las medidas de salvación serán tan dolorosas y costosas como ahora nadie las supone. Y para eso no es menester un triunfito, una pequeña mayoría, una victoria mediocre.

Se quiere ignorar que hay vastas zonas del país donde el Estado no ejerce soberanía; se quiere ignorar que estamos en manos de la delincuencia más pavorosa y agresiva; que el narcotráfico campea a sus anchas en el territorio nacional; que los capitales se fueron, sin que llegaran otros; que la salud está en quiebra total; que la educación es de pobrísima calidad; que el endeudamiento del fisco es descomunal; que la construcción tiene las peores cifras que se recuerden; que la industria no alienta, sino que  sobrevive; que la caficultura está quebrada; que no tenemos vías; que el campo está amenazado de muerte; que la corrupción se lo robó todo y que los jueces no funcionan, porque ellos mismo son carteles políticos o de la toga, si se quiere mejor;        que la gente no aprecia el Congreso ni sigue a los partidos; que el empleo es un fraude que lo hace llamar “informal”; que hacemos mercado por el petróleo, el carbón y el café, lo mismo que hace 70 años.

Esta somera repetición de nuestros males no es terrorismo económico ni desesperación política. Es un tímido inventario de lo que nos pasa.

Y así no se puede vivir. Colombia está sentenciada a una aventura insensata como la que casi gana con Fajardo, o a un socialismo peor que el de Cuba o Venezuela, el Salvador o Nicaragua. El segundo lugar de Petro en la primera vuelta es una patología política, un tumor social cancerosos y purulento, algo como una esquizofrenia colectiva o un naufragio irreparable.

Porque Petro no es nada. Una mala persona que no sabe de dónde viene ni para dónde va, como ya lo demostró siendo de Bogotá Alcalde, o siendo de Venezuela la mitad del Gobierno con su amigo Chávez. Ahora, a las puertas de las elecciones, gira como un trompo enloquecido. Quiere cambiar la Constitución, pero no sabe cómo ni para qué; es un socialista al que le encanta el capitalismo, pero democrático; odia la propiedad privada, pero le encantan los ricos; promete no expropiar, pero jura quedarse con los bienes a través del impuesto predial, que no manejará, porque es de rango municipal; odia el petróleo y ama los aguacates; es muy humanitario pero no sabe lo que es el humanismo, como no sabe nada de nada; quiere el conocimiento, pero no sabe construir colegios ni mejorar la calidad de los profesores; ama la paz pero se meció en la cuna de los peores secuestradores, asaltantes, terroristas, mafiosos que Colombia conociera.

Que Petro sea así, no tiene remedio. Pero que represente la segunda fuerza política del país significa que nunca el ciudadano raso, desprevenido, generalmente bondadoso y dócil, estuvo más desorientado, como perdido en la maraña de esta colosal aldea en que viviremos los próximos años. Y eso es lo que preocupa.

Y eso es lo que tiene remedio, justo el 17 próximo. Por eso estas elecciones son decisivas. Peo no para que Duque afronte estos desafíos gigantescos con mayorías discutibles, pedigüeñas y como ahora suelen decir, empoderadas. Duque es la última carta que podremos jugar para cambiar de verdad la trayectoria ominosa que lleva nuestro destino. Y eso no se gana sino con goleada, como decimos en vísperas de mundial.

Usted, amigo del alma, y todos nosotros tenemos la última palabra. Y lo grave es que será la última, si la decimos con cicatería o conformismo. ¿Entendido?

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