El hambre de tanta gente no es un número
Por Fernando Londoño Hoyos
Tan ocupados como andamos con las travesuras de los Ñoños y los Musas, con las arrogancias del más incapaz Presidente que hayamos tenido, con la corrupción de nuestros jueces más altos, con los miles de millones que se robaron aquí, allá y acullá, nos desentendemos de los hechos que nos cornean y nos muerden y nos desgarran, como bestias salvajes.
Los economistas lo vuelven todo cifras, ecuaciones, gráficos y números. El hombre se queda fuera, expulsado de análisis, sentencias y discusiones tan elevadas. Como si el asunto no fuera humano, profunda e irremisiblemente humano.
¿Qué quiere decir que tenemos el mayor desempleo juvenil de América? Nada. Otro número para despistar o entretener. En la verdad verdadera, eso significa que usted, joven generoso que nos lee, o los hijos o nietos o sobrinos de nuestros lectores, no tienen nada por hacer en Colombia. Su destino es cualquier parte donde alumbre una luz, donde se lea una esperanza en el ceniciento porvenir de los que no tienen Patria. El que no tenga cerca un caso parecido, que le de gracias a Dios y le pida que aparte ese cáliz amargo de sus labios.
¿Qué quiere decir que las edificaciones de vivienda cayeron un 8% en este primer semestre? Muy poco para algunos, una tragedia sin orillas para muchos. Arrastramos de antiguo lo que llamamos los economistas déficit habitacional, que se traduce en que centenares de miles de familias colombianas no tienen un techo digno donde pasar las noches heladas y los días sin orillas, que carecen de aquello que desde los griegos es la más bella de las instituciones humanas: un hogar. Pues esto es lo que se ha multiplicado, con su rastro de humillación y desesperanza.
¿Qué quiere decir que la industria viene en picada? Pues que estamos perdiendo la gran batalla del Desarrollo, el nuevo nombre de la Paz para Pablo VI, un Pontífice que no andaba en trance de político itinerante, sino de pastor angustiado por sus ovejas. Usted me dirá, lector amable, desde hace cuánto tiempo no tiene noticia de una fábrica que se establece, de otra que se multiplica, o de la de más allá que crea nuevas sucursales para competir mejor, producir mejor, servir mejor.
¿Qué quiere decir que están cayendo las ventas en proporciones nunca vistas? Que la gente no tiene con qué comprar, y no que sienta pereza por visitar la tienda, el almacén o el supermercado. Y si la caída, como ocurre, es en el rubro de los alimentos, no es porque los colombianos hayan resuelto dedicarse al sano ejercicio de las dietas dirigidas. Claro que no.
¿Qué quiere decir que producimos la misma cantidad de café que hace cuarenta años y que los jóvenes abandonaron los cafetales y que no hay brazos robustos para sembrar, desyerbar, abonar o recolectar el grano? Pues que el sesenta por ciento de los municipios de Colombia no tiene porvenir.
¿Qué quiere decir un déficit fiscal del 4% sobre el Producto Interno Bruto? Cuánta elegancia para hacerle trampa a la verdad. El numerito quiere decir que ya, después de que se lo robaron todo, no queda con qué construir un hospital, ni levantar un colegio, ni mantener un camino, ni tener una cárcel decente donde volver seres humanos fieras que perdieron su libertad.
¿Qué quiere decir que andamos en déficit de cuenta corriente y de la balanza comercial y de pagos? Nada distinto de que estos casi cincuenta millones de colombianos no somos capaces de producir lo que necesitamos para vivir y tenemos que acudir a la generosidad, o al calculado interés de otras naciones, para completar lo del mercado. Estamos comiendo al fiado, en pocas palabras.
¿Y que quiere decir que más de la tercera parte de las familias colombianas no tienen con qué satisfacer sus necesidades esenciales? Nada, casi nada distinto de que tienen hambre. Ya pasamos por el dato tramposo de que la mitad de los empleos son informales, lo que significa que millones de compatriotas viven del rebusque, que a la hora del desayuno no saben si tendrán para el almuerzo y que en las noches se preguntan cómo sobrevivirán al día siguiente. Para que al fin de todos esos cuadros, esos números, esas ecuaciones, aparezca el dato que nos parte el corazón. Ese del 32% de familias que no “llenan sus necesidades básicas”. Que tienen hambre. Que no tienen cómo vestir a sus hijos. Que no tienen un hogar. Que no tienen quién los cuide en sus enfermedades ni quien los ampare en su vejez.
Esa ha sido la obra de Santos y de su Mesa. Pero tienen un Nobel y un Papa que viene a blindar los acuerdos que han firmado con los peores criminales de que se tenga noticia.
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